The Ocean Estate, London

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Tuesday 4 October 2011

LAS VIVIENDAS OCEANO


Era viernes, el primer día de lo que en la escuela donde doy clases de español llamamos “semana de actividades” y como no me habían dado ninguna responsabilidad para  ese día, yo saboreaba la oportunidad de disponer de tan inesperada libertad. Había pensado llevar los trajes a la tintorería y hacer otras tareas de esas para las que uno nunca encuentra tiempo durante la semana normal.
            Camino a la tintorería pasé por la calle donde recordaba bien haber dejado aparcado mi coche dos días antes y descubrí con trepidación que había desaparecido. Mis peores temores se vieron confirmados cuando, de vuelta a casa, llamé al ayuntamiento y me informaron que, según les constaba a ellos, mi vehículo había sido inmovilizado por los agentes en una calle de una urbanización de casas municipales del este de Londres, no muy lejos de donde yo vivo.
            A partir de ahí, fue como caer en una pesadilla grotesca. Me abrigué bien y salí de casa rumbo a la dirección que me había dado la funcionaria  sintiéndome indignado y furioso. Era una mañana gris y fría de febrero y las calles del este de Londres aparecían sucias y desoladas. Cuando bajaba del autobús y me dirigía a las Viviendas Océano, un complejo de casas municipales que se cuenta entre los peores tugurios del país, se me levantaban en la cabeza violentos pensamientos contra los ladrones de coches y razonaba sobre la conveniencia de volver a introducir la horca para castigar esos delitos y dejar los cadáveres colgando a lo largo de la Bayswater road como solía ser la costumbre hace doscientos años para disuadir a cualquiera que albergase ideas de dedicarse al latrocinio. Encontré mi coche en un estado lamentable: cables despanzurrados y las puertas totalmente destrozadas.
            Para azuzar aún más mi ira y mi indignación, el ayuntamiento, que había sido avisado por un buen vecino del abandono del vehículo unos días antes, en vez de intentar localizarme a través del número de matrícula, como hubiera sido lógico, simplemente había decidido ponerle el cepo y esperar a que yo denunciase su desaparición. Una decisión que me suponía pagar setenta y cinco libras y, además, esperar dos largas horas a que los de la brigada de subcontratistas municipales se dignasen a aparecer para quitarle el cepo.
            Así que heme ahí, pasando mi día libre sentado en un coche destrozado en medio de un desolador paisaje de edificios que sin duda fueron concebidos alguna vez por algún arquitecto progresista como viviendas modelo para las clases desfavorecidas. 
            Pronto hicieron su aparición las pandillas de jóvenes encapuchados que suelen pulular por ese tipo de complejos residenciales y, no teniendo otra cosa mejor con la que distraerse, venían a interesarse por lo que me pasaba y me ofrecían dudosos consejos que yo agradecía educadamente. Tras una hora esperando en aquel lugar inhóspito, empecé a sentirme aterido, desesperado y cada vez más preocupado por las bandas de jóvenes drogados que vagabundeaban por la zona.        
            Entonces una viejecita golpeó en el cristal de la ventanilla y me invitó a tomar una taza de té en su casa, que estaba justo en la acera de enfrente de donde estaba mi pobre coche.
            - No puedes quedarte aquí toda la mañana, cariño, vas a quedarte helado y desde mi cocina puedes vigilar el coche perfectamente.
            No puedo explicar lo agradecido que me sentí al recibir la amabilidad de esa extraña en medio de aquel triste entorno y lo reconfortado que me sentí por la taza de té fuerte que me ofreció
            Era una mujer gordinflona vestida con un chándal de color lila, que es el atuendo habitual de los habitantes de las viviendas municipales inglesas. Su casita era como una cueva de Ali-Babá donde se amontonaban todo tipo de objetos inútiles.
            Un señor llamó a la puerta y Norah, que así se llamaba la señora, le hizo pasar a la cocina. Me lo presentó como Michael, uno de los vecinos. Era un hombre mayor, alto y delgado, que tenía los ojos más azules que yo haya visto jamás. Pensé que en sus tiempos debía haber sido todo un galán. Michael me saludó efusivamente y se apiadó de mi desdichada situación.
            - Son esos sinvergüenzas, dijo, siempre haciendo de las suyas.
            Yo asentí.
            - ¡Son las puñeteras drogas!, dijo Norah encendiéndose un cigarrillo extra largo.
            Hablaban con marcado acento cockney que parecía sacado directamente de un cabaret del viejo East End londinense.
            Mientras yo sorbía mi reconfortante té, ellos hablaban de esa manera en la que hablan algunas personas mayores, sin esperar respuesta como si sólo necesitasen una presencia contra la que lanzar sus palabras. Contaban historias terroríficas de robos y violencia en aquel barrio. Michael vivía puerta con puerta con un garito de crack, un lugar donde se reúnen los adictos a esa droga para fumar chinos y compartir su miserable condición.
            Eran historias espeluznantes. Les oí hablar de amenazas de muerte y ladrillos lanzados a través de las ventanas, de miedo y terror, impotencia y desesperación. De nada servía llamar a la policía, dijeron, pues para cuando llegan todo ha vuelto siempre a la normalidad y, si no se coge a los delincuentes in fraganti, los jueces tienen que dejarles en libertad y regresan a los barrios dispuestos a vengarse de cualquiera que sospechen que les ha denunciado.
            Mientras hablaban, no se perdían detalle de todo lo que pasaba al otro lado de la ventana. Todo el que cruzaba el campo de visión era identificado debidamente.
            - Ahí va George, decía Norah saludando con la mano.
            Eran como viejos porteros de finca barceloneses. Si la gente que aparecía en la calle como personajes que salen al escenario de un teatro eran algunas de las pandillas de golfillos que ocultaban los rostros bajo sus capuchas, también sabían sus nombres y me detallaban las actividades criminales a las que se dedicaban.
            Norah me contó que era Cockney de pura cepa y que había vivido en las Viviendas Océano desde que se construyeron en el año 1967. Antes había vivido en unos tugurios no muy lejos de allí, en Stepney. Me habló de los bombardeos alemanes que había vivido de niña y de la ilusión con la que, en 1967, recibió aquella casa municipal, que con su baño interior y su amplia cocina equipada con todas las comodidades modernas se le había antojado entonces un auténtico palacio.
            Dada la miseria desesperada que les rodeaba y las historias siniestras que contaban, a mí me maravillaba el espíritu alegre que parecían conservar. El coraje con el que resistían la adversidad  me hizo pensar en la legendaria resistencia de los londinenses durante los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial.
            Mi mente se alejó de aquel lugar a medida que ellos iban recordando sus viejas historias con aquel poco menos que incomprensible acento cockney. Me preguntaba si las cosas realmente habrían sido tal como las recordaban o si sencillamente miraban el pasado a través de los lentes rosados de la nostalgia por una juventud que hacía tiempo que se les había escapado. Pensé en “Dizzy Rascal” un diablillo local que ganó un prestigioso premio de música popular por sus historias amargas contadas a ritmo de música “hip-hop”, lo que le había permitido salir de la miseria y entrar en el mundo de la celebridad. 
            Qué difícil es resolver los problemas de estas deterioradas viviendas municipales, pensé. Gran Bretaña tiene un sistema de subsidios y asistencia social comparativamente bueno pero resulta insuficiente para hacer frente a los problemas de una sociedad en la que las mercancías y las posesiones se han convertido en símbolos poderosos del valor de las personas. 
            Pero Norah no me permitía desconectar por mucho rato. Aunque no necesitaba que yo le respondiera a su cháchara, cambiaba de tema rápidamente y me miraba inquisitiva esperando que yo asintiera con la cabeza  o hiciese algún otro signo de conformidad con lo que decía.
            - ¿Tienes Sky?, la oí decir.
            Comprendí que se refería al popular canal de televisión por satélite propiedad del magnate Rupert Murdoch pero ella no esperó a mi respuesta y empezó a describirme su programa de televisión favorito, que era uno de esos programas de subastas en los que los teleespectadores pujan por los productos presentados.
            - Se pueden conseguir auténticas gangas, me dijo encendiendo el televisor.
            Me di cuenta de que eso explicaba la cantidad de objetos que había desparramados por todos los rincones de la casa. Había objetos absurdos cuya utilidad resultaba misteriosa. Había una especie de horno eléctrico que consistía en una pirámide de cacerolas conectadas a una base eléctrica y que, supuestamente sirve para cocinar  varias cosas simultáneamente. Perecía no haberse usado nunca.  
            En la pantalla televisiva una presentadora con aspecto de antigua modelo de la página tres de algún tabloide popular estaba mostrando un colgante hortera en forma de corazón repleto de falsos brillantes. Perfecto como regalo del día de los enamorados, decía la rubia presentadora.
            - ¡Oh, qué cosa tan preciosa!, dijo Norah
            A mí me dio lástima pensar que esa señora, cuyos ingresos no podían ser muy elevados, gastase sumas considerables de dinero en esas naderías inútiles pero al mirar por la ventana a la fealdad de la calle donde vivía pensé que Norah tenía todo el derecho a soñar con “cosas bonitas”. Pensé también que es ese insaciable apetito de la gente por acumular posesiones lo que hace funcionar la economía. Me imaginé los grandes barcos cargados de contenedores que en ese mismo momento estarían cruzando los océanos con su cargamento de mercancías inútiles que acabarían amontonándose en un rincón de aquella casa del East End londinense. Imaginé también los sufrimientos y los sueños de toda la gente involucrada en la manufactura de esas fruslerías y pensé en las ganancias de los intermediarios y los ejecutivos del canal televisivo en el que se emitía el programa.
            ¡Qué absurdo resultaba todo y, sin embargo, qué necesario!
            A las tres en punto, una vez mi coche había sido finalmente liberado del cepo por la brigada municipal y yo esperaba pacientemente el siguiente estadio de mi vía crucis personal: la llegada de una grúa que remolcase el coche al taller de mi mecánico, mis nuevos amigos me invitaron a acompañarles a la reunión semanal que organizaban en el centro social del barrio, que estaba al otro lado de la calle y desde donde podría vigilar también la llegada de la grúa.
            Me contaron que un grupo de vecinos se reúne  allí cada viernes para hacer un poco de vida social. Aunque yo empezaba a estar un poco cansado del constante parloteo de Norah y sospechaba que me iba a encontrar completamente fuera de lugar en aquella reunión de vecinos, la perspectiva de esperar a la intemperie y solo en la luz del crepúsculo y rodeado de aquellas pandillas de merodeadores juveniles me hizo aceptar su amable oferta.
            El centro social parecía la sala de espera de un hospital. Había una pequeña cocina y una larga mesa en el centro. Gradualmente, los vecinos fueron haciendo su aparición. Todos eran gente de edad avanzada que había dejado atrás la mejor parte de su vida. Sus rostros presentaban la marca indeleble del fracaso, pues uno tiene realmente que haber fracasado para terminar sus días en las Viviendas Océano. No obstante, a pesar de sus modales poco sofisticados, todos trasmitían una delicada calidez humana.
            Yo me convertí en la estrella de la fiesta. Imagínate qué ilusión tener un invitado inesperado, ¡un joven extranjero nada menos! Alguien a quien contar su larga experiencia de crímenes y violencia, a quien aconsejar sobre la mejor manera de denunciar el caso a la policía y hacer una reclamación a la compañía de seguros; alguien, en resumen, que aportaba cierta novedad a aquel grupo de viejos conocidos.
            Una mujer con la cara llena de arrugas pero cuya melena larga melena teñida de rubio daba un aire juvenil me contó que ella estuvo una vez en Calella y vi que mi presencia española le traía recuerdos de noches cálidas y romances de verano largo tiempo olvidados.
            Norah era el alma de la reunión. Iba de aquí para allí hablando con todo el mundo y ofreciéndoles tazas de té. Estaba claramente orgullosa de ser ella la que me había traído a aquella pequeña tertulia.
            Todo el que se unía al grupo traía un paquete de galletas baratas o algún pastel casero.  Bebían el té fuerte y con mucho azúcar y su charla animada estaba llena de aquella misma resistencia a la adversidad que ya había reconocido en Norah.
            Alguien trajo una pila de catálogos de Lidl, una cadena alemana de supermercados especializada en productos a bajo precio y los distribuyó entre los asistentes, que lo escudriñaron con gran interés. Yo también recibí uno y miré con fingido interés las ofertas de cajas de herramientas para bricolaje o paquetes de bragas y calzoncillos mientras les escuchaba comentar los precios ventajosos que se anunciaban a todo color.
            Finalmente, tras dos llamadas desesperadas para apremiar a la compañía de asistencia al motorista, la grúa hizo acto de presencia y yo tuve que dejar a  aquel simpático grupo, que se despidió de mí deseándome suerte efusivamente. Desde el asiento del copiloto del camión-grúa, los vi hacerme adiós con la mano y de pronto me sentí muy privilegiado por haber descubierto un grupo tan jovial en un lugar tan inesperado.
            Afuera, era ya noche cerrada y en la desolación de las Viviendas Océano, las luces del centro social brillaban como un oasis de esperanza en medio de un desierto de miseria. Se veían sombras cruzando por los pasos elevados y deslizándose por los pasillos del edificio. Las pandillas de jóvenes se movían sigilosamente como una manada de lobos salvajes. Eran jóvenes encallecidos por la pobreza y la desesperación. También ellos, si sobreviven a sus  adicciones malsanas, serán viejos algún día y buscarán el calor humano, igual que aquel grupo reunido para compartir una taza de té fuerte y unas galletas dulzonas en el centro social de la Viviendas Océano.